11. Averroes (1126-1198)
Biografia:
Averroes
(Abu-l Walid Muhammad ibn Rusd, Averroes en su
forma latinizada; Córdoba, 1126 - Marrakech, 1198) Filósofo hispanoárabe. De
familia muy distinguida, su padre había sido cadí de Córdoba durante cierto
tiempo. Su abuelo (que llevaba el mismo nombre que él, Abu l-Walid Muhammad),
había desempeñado este cargo durante largo tiempo, y había sido luego una
autoridad en derecho malikita y consejero de varios soberanos y príncipes.
Averroes
Averroes continuó la tradición jurídica de la
familia y alcanzó, siendo muy joven, fama de gran jurisconsulto, apoyada en el
libro Punto de partida del jurista supremo y de llegada del jurista medio.
Estudió al mismo tiempo teología y materias literarias. Hasta este momento no
había salido de los programas ordinarios escolares de su tiempo; pero no paró
aquí y se dio a conocer al mismo tiempo como médico de gran valor.
Además de medicina, estudió astronomía en el
Almagesto, del que hizo un compendio, y filosofía, en la que le iniciaron,
sobre todo, las obras de Ibn Bayya, el filósofo hispanoárabe muerto en 1139,
conocido en Europa con el nombre de Avempace. Conoció, pues, todo lo conocido
en su tiempo y en su ambiente, y a lo largo de su vida no dejó de profundizar,
no sólo con nuevas lecturas, sino también con reflexiones y observaciones
directas; tanto, que uno de sus biógrafos dice de él que desde la edad de la
razón hasta su muerte no cesó de estudiar, salvo el día de su boda y el de la
muerte de su padre.
El primer califa almohade 'Abd al-Mumin
(1130-1163) le confió varias misiones; su sucesor Yusuf (1163-1184) lo tuvo en
gran estima. El soberano era entendido en filosofía y planteó problemas de esta
disciplina a Averroes cuando le fue presentado por el médico de la corte Ibn
Tufayl, otro filósofo hispanoárabe conocido en Occidente por la novela
místico-filosófica Hayy ibn Yaqzan.
Al principio, Averroes se mostró reticente, porque
conocía (y tendría amarga experiencia de ello al fin de su vida) los riesgos de
profesar la filosofía en un ambiente que tendía a identificarla con la herejía;
pero cuando vio que el mismo califa planteaba un tema arriesgado, ya no vaciló
y conquistó con su doctrina el ánimo de su interlocutor, quien le regaló una
gran suma, un suntuoso abrigo de pieles y una bella cabalgadura. Lo nombró
además médico de corte y le confió, en España y en Marruecos, una serie de
misiones que culminaron en 1182 con el nombramiento de cadí de los cadíes de
Córdoba.
Bajo el reinado del sucesor de Yusuf, Yaqub
al-Mansur (1184-1199), continuaron los honores; pero en 1195, el califa,
cediendo a las presiones de los teólogos y de los canonistas, que veían en las
ciencias profanas, y sobre todo en la filosofía, un peligro para la religión,
publicó un decreto contra los cultivadores de estas disciplinas y confinó en
Lucena, arrabal situado a poca distancia de Córdoba, a su protegido, que había
sufrido el disgusto de ver cómo se quemaban sus obras en la plaza pública y de
verse expulsado, juntamente con su amigo Ibn Zuhr (Avenzohar), de la mezquita
por la plebe fanatizada. Tres años después, en 1198, el califa revocó sus
edictos y volvió a llamar junto a sí a Averroes, que murió pocos meses después
en Marrakesh.
La filosofía de Averroes
Averroes fue conocido en Occidente como "el
Comentador" por haber traducido y divulgado las obras de Aristóteles. De
entre sus numerosas obras, destacan precisamente los Comentarios a Aristóteles,
de los cuales existen el Comentario mayor (1180), en el que explica frase por
frase el corpus aristotélico; el Medio, en el que explica el conjunto de los
textos, y el Pequeño comentario o paráfrasis (1169-78), que resumía su
significado general. También comentó La república de Platón.
Entre las grandes inquietudes de Averroes destacó
la de delimitar las relaciones entre filosofía y religión. Para Averroes, la
religión verdadera se encuentra en la revelación contenida en los libros
sagrados hebreos, cristianos y musulmanes. Pero libros como el Corán, aun
siendo base de la religión verdadera, están dirigidos a todos los hombres, y no
todos tienen la misma capacidad de comprensión. La verdad auténtica sólo la alcanzan
los filósofos, que basan sus conocimientos en demostraciones rigurosas y
absolutamente lógicas. Es obligación de los filósofos descubrir, más allá del
sentido literal del libro sagrado, la idea oculta bajo las imágenes y los
símbolos.

Pero el Corán ofrece también otras doctrinas
reveladas, y su originalidad respecto a otros libros sagrados consiste en que
ha expuesto los tres principios esenciales de toda religión en un lenguaje
asequible a todos los hombres; es decir, en el nivel de la imaginación. Esos
tres principios son: la creencia en Dios creador del mundo, la creencia en la
existencia de los ángeles y en la misión de los profetas, y la creencia en la
vida del más allá con el premio o castigo correspondiente a cada uno. Esta
enseñanza se dirige a todos los hombres. Pero a los filósofos y científicos no
les ofrece ideas concretas, sino "sugerencias" en torno a una
realidad suprasensible que deben desarrollar.
El eje de la filosofía de Averroes es la
diferenciación entre el conocimiento humano y el divino. El conocimiento
humano, basado en las cosas sensibles, es de los sentidos y de la imaginación;
no es un conocimiento objetivo, el cual se define como "unidad e identidad
perfecta bajo todo aspecto entre el sujeto y el objeto". El conocimiento
humano mantiene necesariamente una inevitable pluralidad al no estar nunca los
inteligibles totalmente desligados de las formas imaginativas. Además es
incompleto, porque no capta la esencia de las cosas, sino sólo los
"accidentes" de las sustancias.
El conocimiento divino intuitivo, por el
contrario, no depende de las cosas exteriores a la mente, sino que las cosas
dependen de su conocimiento, que es la causa y razón de la existencia de ellas,
y abarca la infinidad de todas juntas. No se basa en la multiplicidad debida a
la clasificación de los seres, sino en la unidad orgánica de la esencia de los
seres, en cada uno de los cuales se manifiesta la sabiduría divina, unidos
entre sí según un orden y coherencia. Dios, conociéndose a sí mismo, produce
las cosas, y ese conocimiento es en sí la concreta realidad objetiva del mundo.
Al doble conocimiento corresponden dos modos en la
realidad. La realidad nouménica del universo es el objeto del conocimiento
intuitivo divino. Ese conocimiento divino es a la vez idéntico a Dios, porque
la actividad cognoscitiva de Dios es la misma actividad productora del mundo.
En esta realidad nouménica el mundo es una creación continua de la fuerza
inmanente en él.
El otro modo es la realidad fenoménica, objeto del
conocimiento discursivo cuya mayor realización se da en la filosofía griega con
Platón y Aristóteles. Según Averroes, el mérito de estos filósofos está en
haber reconocido la necesidad de la existencia de una realidad nouménica
superior (principio supremo, Dios), pero erraron al hablar de ese primer
principio en términos derivados del conocimiento empírico. No se puede pensar
en la voluntad divina al modo de los agentes de la realidad fenoménica.
Averroes señala su posición al respecto en esta escueta afirmación: "Dios
conoce las cosas no porque tenga un determinado atributo, sino porque éstas son
producidas por él en cuanto él las conoce". O sea, que la actividad cognoscitiva
de Dios es por sí misma creadora del mundo.
Siendo el conocimiento de Dios el origen del
mundo, está claro que éste, lo mismo que su hacedor, no puede tener principio
ni fin. Es nuestra mente quien concibe el principio y el fin del mundo, al considerar
la realidad bajo la categoría subjetiva del tiempo. Averroes trata el problema
de la distinción entre tiempo verdadero (tiempo-duración) y tiempo abstracto
(tiempo-medida) en su breve tratado Solución al problema: creación o eternidad
del mundo. El tiempo verdadero no se compone de momentos temporales separados
por un principio y un fin. Debe ser considerado, más bien, como una
circunferencia en la que todo punto es al mismo tiempo principio y fin de un
arco. El tiempo abstracto es el tiempo abstraído de la realidad del mundo, que
se le aplica como medida, y es representado como línea recta (ya sea ésta
finita o infinita).
Averrroes sostuvo además el monopsiquismo, es
decir, la existencia de una sola mente (alma) supraindividual y universal, de
la que la inteligencia (psique) sería una simple y provisional manifestación.
Es decir: el hombre no posee un alma propia, sino que participa, hasta que
muere, del alma colectiva. Contrariamente a las enseñanzas del cristianismo y
del islam, desde el punto de vista del individuo no existe ninguna esperanza de
eternidad: el alma individual está destinada a morir con el cuerpo.
Nociones como ésta valieron a Averroes una condena
de exilio (en 1195) y suscitarían la sospecha de herejía en el averroísmo
latino, orientación filosófica difundida después de 1270 en Occidente y muy
particularmente en París, gracias a las enseñanzas de Siger de Brabante. En
1277, el arzobispo Stefano Tempier condenó 219 tesis sostenidas por
aristotélicos averroistas, empezando así una polémica filosófica que no
terminaría hasta el Renacimiento.
La orientación averroísta que elevaba a
Aristóteles a la categoría de auctoritas incluso por encima de la Biblia se
difundiría a partir del siglo XIII entre las magistri artium, los profesores de
formación laica que controlaban en las universidades la enseñanza de las
scientiae (aritmética, música, geometría) y de la scientia prima, la metafísica
aristotélica. El choque entre estos intelectuales y la ortodoxia religiosa
alcanzó su cima con el Tomismo, pero a pesar de la influencia de Santo Tomás de
Aquino (para quien Averroes había desfigurado las enseñanzas de Aristóteles),
el espíritu del Averroísmo sobrevivió en la tradición aristotélica del
Renacimiento (en particular en Pietro Pomponazzi). Su llamada a la superioridad
de la razón sobre la fe, al valor de la filosofía natural (la práctica
científica) en oposición a la teología, se convirtió en un importante regulador
de la mentalidad científica moderna. En Oriente, en cambio, la filosofía de
Averroes pasó prácticamente desapercibida.
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