14. René Descartes (1596-1650)
Biografia:
René Descartes
El primero de los ismos filosóficos de la
modernidad fue el racionalismo; Descartes, su iniciador, se propuso hacer tabla
rasa de la tradición y construir un nuevo edificio sobre la base de la razón y
con la eficaz metodología de las matemáticas. Su «duda metódica» no cuestionó a
Dios, sino todo lo contrario; sin embargo, al igual que Galileo, hubo de sufrir
la persecución a causa de sus ideas.
Biografía
René Descartes se educó en el colegio jesuita de
La Flèche (1604-1612), por entonces uno de los más prestigiosos de Europa,
donde gozó de un cierto trato de favor en atención a su delicada salud. Los
estudios que en tal centro llevó a cabo tuvieron una importancia decisiva en su
formación intelectual; conocida la turbulenta juventud de Descartes, sin duda
en La Flèche debió cimentarse la base de su cultura. Las huellas de tal
educación se manifiestan objetiva y acusadamente en toda la ideología
filosófica del sabio.
El programa de estudios propio de aquel colegio
(según diversos testimonios, entre los que figura el del mismo Descartes) era
muy variado: giraba esencialmente en torno a la tradicional enseñanza de las
artes liberales, a la cual se añadían nociones de teología y ejercicios
prácticos útiles para la vida de los futuros gentilhombres. Aun cuando el
programa propiamente dicho debía de resultar más bien ligero y orientado en
sentido esencialmente práctico (no se pretendía formar sabios, sino hombres
preparados para las elevadas misiones políticas a que su rango les permitía
aspirar), los alumnos más activos o curiosos podían completarlos por su cuenta
mediante lecturas personales.
Años después, Descartes criticaría amargamente la
educación recibida. Es perfectamente posible, sin embargo, que su descontento
al respecto proceda no tanto de consideraciones filosóficas como de la natural
reacción de un adolescente que durante tantos años estuvo sometido a una
disciplina, y de la sensación de inutilidad de todo lo aprendido en relación
con sus posibles ocupaciones futuras (burocracia o milicia). Tras su etapa en
La Flèche, Descartes obtuvo el título de bachiller y de licenciado en derecho
por la facultad de Poitiers (1616), y a los veintidós años partió hacia los
Países Bajos, donde sirvió como soldado en el ejército de Mauricio de Nassau.
En 1619 se enroló en las filas del Maximiliano I de Baviera.
Según relataría el propio Descartes en el Discurso
del Método, durante el crudo invierno de ese año se halló bloqueado en una
localidad del Alto Danubio, posiblemente cerca de Ulm; allí permaneció
encerrado al lado de una estufa y lejos de cualquier relación social, sin más
compañía que la de sus pensamientos. En tal lugar, y tras una fuerte crisis de
escepticismo, se le revelaron las bases sobre las cuales edificaría su sistema
filosófico: el método matemático y el principio del cogito, ergo sum. Víctima
de una febril excitación, durante la noche del 10 de noviembre de 1619 tuvo
tres sueños, en cuyo transcurso intuyó su método y conoció su profunda vocación
de consagrar su vida a la ciencia.
Supuesto retrato de Descartes

En 1628 decidió instalarse en Holanda, país en el
que las investigaciones científicas gozaban de gran consideración y, además, se
veían favorecidas por una relativa libertad de pensamiento. Descartes consideró
que era el lugar más favorable para cumplir los objetivos filosóficos y
científicos que se había fijado, y residió allí hasta 1649.
Los cinco primeros años los dedicó principalmente
a elaborar su propio sistema del mundo y su concepción del hombre y del cuerpo
humano. En 1633 debía de tener ya muy avanzada la redacción de un amplio texto
de metafísica y física titulado Tratado sobre la luz; sin embargo, la noticia
de la condena de Galileo le asustó, puesto que también Descartes defendía en
aquella obra el heliocentrismo de Copérnico, opinión que no creía censurable
desde el punto de vista teológico. Como temía que tal texto pudiera contener
teorías condenables, renunció a su publicación, que tendría lugar póstumamente.
En 1637 apareció su famoso Discurso del método,
presentado como prólogo a tres ensayos científicos. Por la audacia y novedad de
los conceptos, la genialidad de los descubrimientos y el ímpetu de las ideas,
el libro bastó para dar a su autor una inmediata y merecida fama, pero también por
ello mismo provocó un diluvio de polémicas, que en adelante harían fatigosa y
aun peligrosa su vida.
Descartes proponía en el Discurso una duda
metódica, que sometiese a juicio todos los conocimientos de la época, aunque, a
diferencia de los escépticos, la suya era una duda orientada a la búsqueda de
principios últimos sobre los cuales cimentar sólidamente el saber. Este
principio lo halló en la existencia de la propia conciencia que duda, en su
famosa formulación «pienso, luego existo». Sobre la base de esta primera
evidencia pudo desandar en parte el camino de su escepticismo, hallando en Dios
el garante último de la verdad de las evidencias de la razón, que se
manifiestan como ideas «claras y distintas».
El método cartesiano, que Descartes propuso para
todas las ciencias y disciplinas, consiste en descomponer los problemas
complejos en partes progresivamente más sencillas hasta hallar sus elementos
básicos, las ideas simples, que se presentan a la razón de un modo evidente, y
proceder a partir de ellas, por síntesis, a reconstruir todo el complejo,
exigiendo a cada nueva relación establecida entre ideas simples la misma
evidencia de éstas. Los ensayos científicos que seguían al Discurso ofrecían un
compendio de sus teorías físicas, entre las que destaca su formulación de la
ley de inercia y una especificación de su método para las matemáticas.
Los fundamentos de su física mecanicista, que
hacía de la extensión la principal propiedad de los cuerpos materiales, fueron
expuestos por Descartes en las Meditaciones metafísicas (1641), donde
desarrolló su demostración de la existencia y la perfección de Dios y de la
inmortalidad del alma, ya apuntada en la cuarta parte del Discurso del método.
El mecanicismo radical de las teorías físicas de Descartes, sin embargo,
determinó que fuesen superadas más adelante.
Conforme crecía su fama y la divulgación de su
filosofía, arreciaron las críticas y las amenazas de persecución religiosa por
parte de algunas autoridades académicas y eclesiásticas, tanto en los Países
Bajos como en Francia. Nacidas en medio de discusiones, las Meditaciones
metafísicas habían de valerle diversas acusaciones promovidas por los teólogos;
algo por el estilo aconteció durante la redacción y al publicar otras obras
suyas, como Los principios de la filosofía (1644) y Las pasiones del alma
(1649).
Descartes con la reina Cristina de Suecia
Cansado de estas luchas, en 1649 Descartes aceptó
la invitación de la reina Cristina de Suecia, que le exhortaba a trasladarse a
Estocolmo como preceptor suyo de filosofía. Previamente habían mantenido una
intensa correspondencia, y, a pesar de las satisfacciones intelectuales que le
proporcionaba Cristina, Descartes no fue feliz en "el país de los osos,
donde los pensamientos de los hombres parecen, como el agua, metamorfosearse en
hielo". Estaba acostumbrado a las comodidades y no le era fácil levantarse
cada día a las cuatro de la mañana, en plena oscuridad y con el frío invernal
royéndole los huesos, para adoctrinar a una reina que no disponía de más tiempo
libre debido a sus obligaciones. Los espartanos madrugones y el frío pudieron
más que el filósofo, que murió de una pulmonía a principios de 1650, cinco
meses después de su llegada.
La filosofía de Descartes
Descartes es considerado como el iniciador de la
filosofía racionalista moderna por su planteamiento y resolución del problema
de hallar un fundamento del conocimiento que garantice su certeza, y como el
filósofo que supone el punto de ruptura definitivo con la escolástica. En el
Discurso del método (1637), Descartes manifestó que su proyecto de elaborar una
doctrina basada en principios totalmente nuevos procedía del desencanto ante
las enseñanzas filosóficas que había recibido.
Convencido de que la realidad entera respondía a
un orden racional, su propósito era crear un método que hiciera posible
alcanzar en todo el ámbito del conocimiento la misma certidumbre que
proporcionan en su campo la aritmética y la geometría. Su método, expuesto en
el Discurso, se compone de cuatro preceptos o procedimientos: no aceptar como
verdadero nada de lo que no se tenga absoluta certeza de que lo es; descomponer
cada problema en sus partes mínimas; ir de lo más comprensible a lo más
complejo; y, por último, revisar por completo el proceso para tener la
seguridad de que no hay ninguna omisión.
René Descartes
El sistema utilizado por Descartes para cumplir el
primer precepto y alcanzar la certeza es «la duda metódica». Siguiendo este
sistema, Descartes pone en tela de juicio todos sus conocimientos adquiridos o
heredados, el testimonio de los sentidos e incluso su propia existencia y la
del mundo. Ahora bien, en toda duda hay algo de lo que no podemos dudar: de la
misma duda. Dicho de otro modo, no podemos dudar de que estamos dudando.
Llegamos así a una primera certeza absoluta y evidente que podemos aceptar como
verdadera: dudamos.
Pienso, luego existo
La duda, razona entonces Descartes, es un
pensamiento: dudar es pensar. Ahora bien, no es posible pensar sin existir. La
suspensión de cualquier verdad concreta, la misma duda, es un acto de
pensamiento que implica inmediatamente la existencia del "yo" pensante.
De ahí su célebre formulación: pienso, luego existo (cogito, ergo sum). Por lo
tanto, podemos estar firmemente seguros de nuestro pensamiento y de nuestra
existencia. Existimos y somos una sustancia pensante, espiritual.
A partir de ello elabora Descartes toda su
filosofía. Dado que no puede confiar en las cosas, cuya existencia aún no ha
podido demostrar, Descartes intenta partir del pensamiento, cuya existencia ya
ha sido demostrada. Aunque pueda referirse al exterior, el pensamiento no se
compone de cosas, sino de ideas sobre las cosas. La cuestión que se plantea es
la de si hay en nuestro pensamiento alguna idea o representación que podamos
percibir con la misma «claridad» y «distinción» (los dos criterios cartesianos
de certeza) con la que nos percibimos como sujetos pensantes.
Clases de ideas
Descartes pasa entonces a revisar todos los
conocimientos que previamente había descartado al comienzo de su búsqueda. Y al
reconsiderarlos observa que las representaciones de nuestro pensamiento son de
tres clases: ideas «innatas», como las de belleza o justicia; ideas
«adventicias», que proceden de las cosas exteriores, como las de estrella o
caballo; e ideas « ficticias», que son meras creaciones de nuestra fantasía,
como por ejemplo los monstruos de la mitología.
René Descartes
Las ideas «ficticias», mera suma o combinación de
otras ideas, no pueden obviamente servir de asidero. Y respecto a las ideas
«adventicias», originadas por nuestra experiencia de las cosas exteriores, es
preciso obrar con cautela, ya que no estamos seguros de que las cosas
exteriores existan. Podría ocurrir, dice Descartes, que los conocimientos
«adventicios», que consideramos correspondientes a impresiones de cosas que
realmente existen fuera de nosotros, hubieran sido provocados por un «genio
maligno» que quisiera engañarnos. O que lo que nos parece la realidad no sea
más que una ilusión, un sueño del que no hemos despertado.
Del Yo a Dios
Pero al examinar las ideas «innatas», sin
correlato exterior sensible, encontramos en nosotros una idea muy singular,
porque está completamente alejada de lo que somos: la idea de Dios, de un ser
supremo infinito, eterno, inmutable, perfecto. Los seres humanos, finitos e
imperfectos, pueden formar ideas como la de "triángulo" o
"justicia". Pero la idea de un Dios infinito y perfecto no puede
nacer de un individuo finito e imperfecto: necesariamente ha sido colocada en
la mente de los hombres por la misma Providencia. Por consiguiente, Dios existe;
y siendo como es un ser perfectísimo, no puede engañarse ni engañarnos, ni
permitir la existencia de un «genio maligno» que nos engañe, haciéndonos creer
que es real un mundo que no existe. El mundo, por lo tanto, también existe. La
existencia de Dios garantiza así la posibilidad de un conocimiento verdadero.
Esta demostración de la existencia de Dios
constituye una variante del argumento ontológico empleado ya en el siglo XII
por San Anselmo de Canterbury, y fue duramente atacada por los adversarios de
Descartes, que lo acusaron de caer en un círculo vicioso: para demostrar la
existencia de Dios y así garantizar el conocimiento del mundo exterior se
utilizan los criterios de claridad y distinción, pero la fiabilidad de tales
criterios se justifica a su vez por la existencia de Dios. Tal crítica apunta
no sólo a la validez o invalidez del argumento, sino también al hecho de que
Descartes no parece aplicar en este punto su propia metodología.
Res cogitans y res extensa
Admitida la existencia del mundo exterior,
Descartes pasa a examinar cuál es la esencia de los seres. Introduce aquí su
concepto de sustancia, que define como aquello que «existe de tal modo que sólo
necesita de sí mismo para existir». Las sustancias se manifiestan a través de
sus modos y atributos. Los atributos son propiedades o cualidades esenciales
que revelan la determinación de la sustancia, es decir, son aquellas
propiedades sin las cuales una sustancia dejaría de ser tal sustancia. Los
modos, en cambio, no son propiedades o cualidades esenciales, sino meramente
accidentales.
René Descartes
El atributo de los cuerpos es la extensión (un
cuerpo no puede carecer de extensión; si carece de ella no es un cuerpo), y
todas las demás determinaciones (color, forma, posición, movimiento) son
solamente modos. Y el atributo del espíritu es el pensamiento, pues el espíritu
«piensa siempre». Existe, por lo tanto, una sustancia pensante (res cogitans),
carente de extensión y cuyo atributo es el pensamiento, y una sustancia que
compone los cuerpos físicos (res extensa), cuyo atributo es la extensión, o, si
se prefiere, la tridimensionalidad, cuantitativamente mesurable en un espacio
de tres dimensiones. Ambas son irreductibles entre sí y totalmente separadas.
Es lo que se denomina el «dualismo» cartesiano.
En la medida en que la sustancia de la materia y
de los cuerpos es la extensión, y en que ésta es observable y mesurable, ha de
ser posible explicar sus movimientos y cambios mediante leyes matemáticas. Ello
conduce a la visión mecanicista de la naturaleza: el universo es como una
enorme máquina cuyo funcionamiento podremos llegar a conocer mediante el
estudio y descubrimiento de las leyes matemáticas que lo rigen.
La comunicación de las sustancias
La separación radical entre materia y espíritu es
aplicada rigurosamente, en principio, a todos los seres. Así, los animales no
son más que máquinas muy complejas. Sin embargo, Descartes hace una excepción
cuando se trata del hombre. Dado que está compuesto de cuerpo y alma, y siendo
el cuerpo material y extenso (res extensa), y el alma espiritual y pensante
(res cogitans), debería haber entre ellos una absoluta incomunicación.
No obstante, en el sistema cartesiano esto no
ocurre, sino que el alma y el cuerpo se comunican entre sí, no al modo clásico,
sino de una manera singular. El alma está asentada en la glándula pineal,
situada en el encéfalo, y desde allí rige al cuerpo como «el nauta rige la
nave», por medio de los espíritus animales, sustancias intermedias entre
espíritu y cuerpo a manera de finísimas partículas de sangre, que transmiten al
cuerpo las órdenes del alma. La solución de Descartes no resultó satisfactoria,
y el llamado problema de la comunicación de las sustancias sería largamente
discutido por los filósofos posteriores.
Su influencia
Tanto por no haber definido satisfactoriamente la
noción de sustancia como por el franco dualismo establecido entre las dos
sustancias, Descartes planteó los problemas fundamentales de la filosofía
especulativa europea del siglo XVII. Entendido como sistema estricto y cerrado,
el cartesianismo no tuvo excesivos seguidores y perdió su vigencia en pocas
décadas. Sin embargo, la filosofía cartesiana se convirtió en punto de
referencia para gran número de pensadores, unas veces para intentar resolver
las contradicciones que encerraba, como hicieron los pensadores racionalistas,
y otras para rebatirla frontalmente, como los empiristas.
Así, Nicolás Malebranche intentó, con su doctrina
ocasionalista, conciliar el cartesianismo con la filosofía de San Agustín. El
filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz y el holandés Baruch Spinoza
establecieron formas de paralelismo psicofísico para explicar la comunicación
entre cuerpo y alma. Spinoza, de hecho, fue aún más lejos, y afirmó que existía
una sola sustancia, que englobaba en sí el orden de las cosas y el de las
ideas, y de la que la res cogitans y la res extensa no eran sino atributos, con
lo que se llegaba al panteísmo.
Desde un punto de vista completamente opuesto, los
empiristas británicos Thomas Hobbes, John Locke y David Hume negaron que la
idea de una sustancia espiritual fuera demostrable; afirmaron que no existían
ideas innatas y que la filosofía debía reducirse al terreno de lo conocido por
la experiencia. La concepción cartesiana de un universo mecanicista, en fin,
influyó decisivamente en la génesis de la física clásica, cuyo hito fundacional
sería la publicación de los Principios matemáticos de la filosofía natural
(1687), obra en que Newton estableció los tres principios fundamentales de la
dinámica, también llamados leyes de Newton.
No resulta exagerado afirmar, en suma, que si bien
Descartes no llegó a resolver muchos de los problemas que planteó, tales
problemas se convirtieron en cuestiones centrales de la filosofía occidental.
En este sentido, la filosofía moderna (racionalismo, empirismo, idealismo,
materialismo, fenomenología) puede considerarse como un desarrollo o una
reacción al cartesianismo.
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